|Argentina|
Fernando Piñeiro, de 13 años, viajaba junto a su padre en el acoplado de un camión Ford 7000 que el 23 de junio de 2013 se quedó sin frenos y volcó en un paraje rural conocido como Salto Encantado, Misiones. Ambos murieron en el acto. Se dirigían, junto a otros 23 tareferos -14 de ellos menores de edad- hacia la localidad de Aristóbulo del Valle, para realizar la cosecha de yerba mate. En el accidente también perdieron la vida Edgar Ferreira, de 17 años y Lucas Da Silva, de 14. Ese mismo año el mate fue declarado por ley “Infusión Nacional”.
El hecho expuso las condiciones insalubres en las que trabajaban -y trabajan- los tareferos misioneros, aquellos que seleccionan y recogen “el oro verde” tan preciado por los argentinos. Según el Instituto Nacional de Yerba Mate (INYM) en 2020 el mercado interno consumió unos 268 millones de kilos. La otra cara de la moneda, la que cuesta mirar, es la que señala la organización Un Sueño para Misiones: un gran porcentaje de la yerba mate provincial se produce, directa o indirectamente, con trabajo infantil. Aunque no hay datos oficiales, un relevamiento de la Universidad Misiones mostró que los hijos de los tareferos comienzan a trabajar en el yerbal entre los 5 y los 13 años.
Cuentan las crónicas de aquellos días que Fernando abandonó la escuela secundaria un mes antes del accidente para ayudar a su padre en la cosecha. En los cultivos donde se paga “a destajo”, el volumen se vuelve trascendente: más se cosecha, más se cobra. La precariedad económica que sufren los jefes y jefas de hogar que se dedican a estas tareas -debido a sueldos de hambre- es uno de los motivos que explica la incorporación temprana de sus hijos e hijas al mundo del trabajo en tareas asalariadas.
El 2021 fue elegido por Naciones Unidas como el Año Internacional contra el Trabajo Infantil. Y el 12 de junio, la fecha para generar conciencia sobre este flagelo. En ese marco, el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) compartió en sus redes sociales un dato alarmante: a nivel mundial, tres cuartas partes del trabajo infantil sucede en la agricultura. El 70% de los niños de 5 a 17 años -unos 112 millones- se desempeña en el sector agropecuario.
El mensaje generó una fuerte reacción en un sector del campo argentino. Decimos un sector y no “el” campo porque, como señalamos en más de una oportunidad, hablamos de una actividad heterogénea por definición. “Enseñar a trabajar no es un delito”; “no es explotación laboral, es ayudar a tus padres y abuelos”; “ustedes fomentan la vagancia”; “trabajé de chico en el campo y aprendí muchísimo, ahora soy ingeniero agrónomo”, son algunos de los mensajes que recibió el INTA en su publicación. Productores, contratistas, profesionales, dirigentes agropecuarios e incluso funcionarios del Estado argumentaron en esta línea de pensamiento.
El trabajo acá es defendido como un valor positivo per se. Quien trabaja desde chico, incorpora códigos éticos y valores morales que lo harán una mejor persona en la vida. Se suma también una visión idealizada del campo como un espacio de desarrollo impoluto, donde la cultura del esfuerzo marca a fuego a hombres y mujeres. El problema de esta lectura es que elimina del análisis la cuestión de clase: no es lo mismo “aprender” como hijo del patrón que como hijo del peón. Lo que para el primero es un descubrimiento del mundo rural bajo una atenta fiscalización de los adultos, para el otro es una responsabilidad diaria que bloquea o limita la posibilidad de realizar cualquier otra actividad básica para un niño, como estudiar o jugar.
“Estamos hablando de chicos que se levantan a las 4 de la mañana con sus padres para ir a cosechar yerba y que después no van a la escuela. Hay una mirada romántica de que el chico, como se crió en la chacra, tiene que trabajar ahí porque es un lugar sano. Pero esta es gente que no tiene la tierra, que vive en asentamientos, que duerme sobre lonas. Tenés que ver el lugar donde viven estas familias, con chicos que tendrían que estar en la secundaria o en la universidad. No lo van a hacer, no van a poder y el día de mañana van a seguir en ese trabajo que conocen, precarizado. Van a correr con la misma suerte que sus padres”, dice a InterNos Patricia Ocampo, directora de la organización Un Sueño para Misiones y una de las coordinadoras de la campaña Me gusta el Mate sin Trabajo Infantil.
“Si el chico acompaña a la madre a alimentar a las gallinas o colabora en poner la mesa no está trabajando, claro. El problema es cuando esa tarea tiene una intensidad determinada y una responsabilidad detrás que, además, impacta en su salud y desarrollo”, describe Matías Crespo Pazos, sociólogo especializado en Estudios Rurales y Oficial del Proyecto Offside de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en Argentina.
Cuando un niño trabaja en el campo es altamente probable que asista a la escuela irregularmente o incluso que abandone antes de completar la secundaria. Los datos de la Encuesta de Actividades de Niños, Niñas y Adolescentes (EANNA) realizada en 2016-2017 por INDEC, señalan que en el ámbito rural el 45% de los varones y el 23% de las mujeres que trabajan para el mercado -es decir, para terceros- no concurren a un establecimiento educativo. El NOA y NEA son las zonas que presentan mayores niveles de deserción, mientras que en la Región Pampeana, debido a la mecanización de las tareas agrícolas, este número se ve reducido. Además, los niños trabajadores experimentan un rendimiento escolar más bajo, mayor repitencia -o inasistencia frecuente- y tasas de progreso inferiores respecto de sus pares no-trabajadores.
“Estamos hablando de chicos que se levantan a las 4 de la mañana con sus padres para ir a cosechar yerba y que después no van a la escuela”, Patricia Ocampo de Un Sueño para Misiones
Por eso desconciertan los tuits que relativizan el trabajo infantil: analizar una dinámica colectiva bajo la experiencia de la propia subjetividad impide tomar una dimensión real del problema. Más cuando no se reconocen los privilegios que la propia clase impone a ese análisis. La naturalización del trabajo infantil no hace más que reproducir estructuras socialmente desiguales.
“Una persona que trabajó de niño tiene una inserción ocupacional futura más precaria, en empleos de menor calidad y con menores ingresos. Siempre vamos a tener alguna excepción, pero la norma muestra que trabajar desde la infancia impacta negativamente en las trayectorias adultas”, dice Crespo Pazos. Citando al sociólogo Nicolás Iñigo Carrera: la problemática surge donde el ingreso al mundo del trabajo se realiza antes de que el trabajador haya alcanzado su madurez productiva, a expensas de la destrucción de su fuerza productiva futura.
En Argentina, la ley 26.390 (sancionada en 2008) prohíbe el trabajo para todos los menores de 16 años -ya sea en ámbitos rurales o urbanos- y habilita el “trabajo adolescente protegido” a los jóvenes de entre 16 y 17 años en tareas livianas y con una carga horaria que no impida la asistencia a la escuela. Además, la normativa incorpora una excepción, según la cual los niños de 14 años pueden ser ocupados en empresas familiares “cuyo titular sea su padre, madre o tutor” en jornadas que no superen las tres horas diarias y las quince semanales. Por supuesto, la escolarización es obligatoria y quedan prohibidas las tareas peligrosas o insalubres.
Entonces, ¿puede un niño participar en determinadas tareas rurales sin que eso sea considerado trabajo infantil? Sí, por supuesto. Y seguramente sea la experiencia de una gran cantidad de agrónomos y contratistas que dieron sus primeros pasos con sus padres o tutores en el campo. Para la OIT, toda actividad socializadora que no interfiera en el desarrollo personal del niño ni atente contra su salud -como las ayudas en el hogar o los mandados durante las vacaciones para hacer un dinero extra- proporciona una experiencia válida de cara a la vida adulta.
“No estoy de acuerdo con que un niño tenga que trabajar. Y fijate que te subrayo el verbo tenga. Creo que está bien que un niño aprenda las tareas domésticas porque la familia es un proceso colectivo. Y creo que generarse su propio ingreso aumenta su autoestima. Ahora, el trabajo tiene que ser educativo, no forzado. Y cuando un niño va con su padre a clasificar el tabaco en un polvaderal de agroquímicos claramente es otra cosa”, aporta Susana Aparicio, magíster en Ciencias Sociales, quien posee una larga trayectoria en el estudio del trabajo infantil en el mundo agrario.
Llegados a este punto es necesario mencionar otro factor determinante del trabajo infantil a nivel mundial: la cuestión “cultural” que justifica o hace más tolerable la participación de niños en la producción de bienes y servicios, sobre todo cuando esta se da en ambientes familiares. Según la EANNA, en Argentina 2 de cada 10 niños y niñas en zonas rurales (unos 206.635 en total) trabajan. A diferencia de las zonas urbanas, las actividades para el autoconsumo concentran la mayor proporción del trabajo infantil (102.000); esto se relaciona directamente con las estrategias de supervivencia de los hogares rurales. Comúnmente los niños realizan trabajos en los cultivos (carpir, sembrar, curar, cosechar) pero también en la cría y cuidado de animales.
Claudia Cendoya es trabajadora social y Coordinadora de Proyectos Sociales en HortiAR Sustentable, una fundación que aborda problemáticas de familias productoras en el cinturón hortícola platense; el trabajo infantil es una de ellas. Desde 2010 la ONG realiza acciones para concientizar a los quinteros de la zona sobre el impacto que tiene la incorporación de sus hijos a las tareas de la quinta. “Por medio de los talleres tratamos de visibilizar el tema, trabajarlo junto a los padres. Explicar el derecho a la recreación, al juego, al ocio. Una vez que esto se pone sobre la mesa, muchos padres lo comprenden y tratan de cambiarlo. Por eso es clave la sensibilización”, dice Cendoya a InterNos.
“Cuando los casos se dan en contextos familiares por lo general hay un desconocimiento de la normativa y una naturalización de ese trabajo. Es lo que suelen informar desde COPRETI en los relevamientos”, agrega a este medio Carlos Baravalle, delegado de la seccional Córdoba Norte de RENATRE.
Revisar esa práctica cultural heredada por muchas familias agricultoras es una tarea que realiza el Estado a través de las distintas Comisiones Provinciales para la Prevención y Erradicación del Trabajo Infantil (COPRETI), que a su vez dependen de la Comisión Nacional para la Erradicación del Trabajo Infantil (CONAETI), creada en el 2000. En algunos casos, el abordaje es en red junto a organizaciones con presencia en el territorio, como el caso de HortiAr Sustentable.
“Los padres ven la problemática, solo que a muchos de ellos los criaron de otra forma. Hemos tenido jornadas muy emotivas, donde las mamás han llorado porque entendieron el impacto físico y psicológico que causa. Ellas no quieren esa realidad para sus hijos”, dice Cendoya.
Complementa, desde su expertise, Susana Aparicio: “Te puedo asegurar que esos padres creen que la educación es un medio de ascenso para sus hijos y están dispuestos a sacrificarse por eso”.
Sacar a los chicos del campo no es un ejercicio retórico. Requiere de políticas públicas concretas: el trabajo infantil prospera en la economía informal y ante los déficits de trabajo decente. Se impone, en última instancia, por las condiciones de pobreza que fuerza el ingreso de los niños a las tareas agropecuarias; esto explica también las dificultades para su erradicación. Cuando no es por el trabajo a destajo, muchos niños acompañan a sus padres al campo sólo porque éstos no tienen dónde ni con quien dejarlos. Y si son adolescentes, el trabajo se presenta como un “complemento necesario para el hogar” dada la situación de vulnerabilidad económica en la que se encuentran la mayoría de estos grupos familiares.
“El trabajo tiene que ser educativo, no forzado. Y cuando un niño va con su padre a clasificar el tabaco en un polvaderal de agroquímicos claramente es otra cosa”, Susana Aparicio, socióloga e investigadora
Otras de las formas que adopta el trabajo infantil es el doméstico. Muchas actividades que realizan niños y niñas dentro del hogar son vistas como una ayuda que debe ser incorporada al patrón de conducta desde temprana edad. Sin embargo, dichas tareas quitan horas de juego, ocio y estudio a niños y adolescentes; además, los cargan de una responsabilidad adulta -por ejemplo, el cuidado de otros menores o personas enfermas- y los exponen a posibles lesiones de gravedad, como las que pueden producirse en la cocina.
Acá también juegan un rol preponderante las marcas de género. Los datos muestran que en Argentina unos 83.905 niños y niñas realizan tareas domésticas intensivas en contextos rurales, de las cuales un 57% son mujeres y 43% varones. En el informe “Perspectivas sobre el trabajo infantil en la Argentina: un análisis de las investigaciones desarrolladas en el campo de las ciencias sociales”, la autora María Eugenia Rausky recupera el análisis de Lidia Schiavonni, quien señala:
“Los niños se incorporan a la realización de actividades desde los 6 años de edad, y a medida que crecen se incrementa el grado de complejidad de las tareas. Hasta los 8 o 9 años no participan con marcas genéricas explícitas (…) Pero luego las diferencias se van acentuando con la edad: de niños parecen ‘asexuados’, de jóvenes las distinciones se hacen presentes”. De esta manera, lo masculino se vincula con el trabajo productivo -de mejor valoración social- y lo femenino con el ámbito doméstico, de menor reconocimiento aún cuando implica mayor carga horaria.
“Los padres ven la problemática, solo que a muchos de ellos los criaron de otra forma”, Claudia Cendoya, HortiAr Sustentable
La división del trabajo hacia dentro de las familias no solo perpetúa los estereotipos de clase, sino también de género. Esos niños interiorizan valores, aspiraciones y expectativas de futuro en función de la posición que tienen en la estructura social, así como también en función de su educación y los grupos en los que participan.
A nivel nacional hay unos 72.808 niños y niñas que producen bienes y servicios para el mercado; es decir, trabajan para terceros. De ese total, un 30% se desenvuelve en actividades agropecuarias. En la gran mayoría de los casos, empresas o productores contratan a padres y madres de familia y, con ellos, la fuerza de trabajo de sus hijos. A pesar de la abundante y rigurosa normativa vigente a nivel nacional y provincial, la falta de recursos -sobre todo humanos- para fiscalizar hace que la contratación ilegal de menores sea una problemática difícil de aplacar, aunque todo indica que en los últimos años las tasas han descendido en tanto en Argentina como en Latinoamérica.
“Uno no puede culpabilizar a las familias. Hay una necesidad de pensar cómo se restituyen derechos integralmente, porque ese niño con su familia ya vivía una situación difícil”, explica Matías Crespo Pazos.
¿Qué se puede hacer al respecto? Los esfuerzos van en dos sentidos: el primero, ya mencionado, es la sensibilización y erradicación de patrones culturales arraigados que no se correspondan con la legislación vigente y el enfoque de derechos internacional que hoy protege a las infancias. El segundo es la concreción de políticas sociales para facilitar la vida rural y las experiencias de esas familias agricultoras.
No hay recetas. Más bien, hay un sinfín de acciones posibles de acuerdo al contexto y las necesidades de cada territorio: promover empleos de calidad para los adultos, universalizar el acceso a la educación y a la conectividad, crear espacios de recreación y contención para las infancias, consolidar redes de protección social, desarrollar el acceso a los servicios básicos en la ruralidad, pagar mejores salarios y, por supuesto, aceitar los mecanismos de fiscalización sobre la contratación de personal de campo para evitar la presencia de menores. Estas medidas pueden tener un real impacto en la mitigación del trabajo infantil.
“Es necesario tener una mejor relación campo-ciudad. En el Estado, todo lo que sea agropecuario es un problema de la macroeconomía, de las exportaciones. Por otro lado, la educación rural necesita una inversión alta para pocos chicos, por lo cual no se hace. Hay que mirar lo que sucede en otros países del mundo, donde al campo se llega por asfalto y el colectivo pasa a buscar a los chicos cada día para llevarlos a la escuela”, dice Susana Aparicio respecto a la necesidad de mejorar las condiciones de acceso a la escolaridad.
“El Estado debería crear espacios recreativos y de cuidado para los chicos de los sectores hortícolas, que los contengan o incluso eduquen cuando los padres están trabajando”, agrega Cendoya desde su experiencia en el cinturón verde de La Plata.
A este punto, Matías Crespo Pazos suma la necesidad de adaptar el sistema escolar para favorecer la complementariedad entre la educación formal y la adopción de un oficio: “En el marco del acceso a la educación tenemos que ver cómo generar contenidos que permitan a estos niños y adolescentes incorporar las habilidades, conocimientos y capacidades vinculadas al trabajo en el campo. Este es otro punto que muchas veces aparece: cómo se transmite esta tradición. Idealmente debería desarrollarse en el marco de una instancia educativa, con un proyecto pedagógico y cuidado detrás, no en una situación de trabajo”.
En 2017 el gobierno nacional creó el Plan para la Prevención y Erradicación del Trabajo Infantil 2018-2022, que se ejecuta junto con el Proyecto Offside coordinado por OIT. Este último, es un proyecto financiado por el Departamento de Trabajo de Estados Unidos y su estrategia es el diálogo social tripartito. ¿Qué quiere decir esto? Que busca avanzar en la prevención y fiscalización del trabajo infantil coordinando esfuerzos con instituciones del Estado, pero también con representantes del sector privado como empleadores, productores y trabajadores.
“Hay que pensar cómo se restituyen derechos integralmente, porque ese niño con su familia ya vivía una situación difícil”, Matías Pazos, de OIT Argentina
Otra de las acciones que se lleva adelante es el proyecto P.A.R. (Producción Agrícola Responsable) lanzado por la organización latinoamericana Desarrollo y Autogestión (DYA) en alianza con el Ministerio de Producción y Trabajo de la Nación, el Ministerio de Producción de Tucumán, el Ministerio de Trabajo de Misiones e instituciones como el INTA, el INYM y la ABC (Comité Argentino de Blueberries). Su objetivo es crear un sistema de prevención del trabajo infantil, con pruebas piloto en las plantaciones de arándanos y yerba mate en Tucumán y Misiones.
El sector arandanero es una de las actividades frutícolas que más avanzó en la problemática a nivel nacional y, desde hace algunos años, busca regular el trabajo adolescente protegido para ofrecer una salida laboral de fin de semana a la población local que quiera formarse en las cosechas de arándanos. “Siempre y cuando se realice con certificación escolar y durante una cantidad regulada de horas. No queremos que los chicos dejen la escuela para ir al campo”, dice a InterNos Federico Bayá, hoy vicepresidente del Comité Argentino de Blueberries. No obstante, la legislación actual no especifica el listado de tareas permitidas para este segmento poblacional, por lo que no está habilitada la recolección en las plantaciones de berries.
Hecho todo este recorrido, y antes de finalizar, volvamos brevemente sobre la visión de ciertos representantes del campo argentino respecto a lo que significa el trabajo infantil. Las estadísticas marcan que, porcentualmente, los casos de trabajo y explotación de menores de edad en ámbitos rurales no son la excepción, sino la norma. La excepción, en todo caso, es lo que muchos se empeñan en denominar aprendizaje o formación: tareas fiscalizadas por adultos en un contexto cuidado, sin interrupción de las trayectorias escolares y académicas que hoy les permiten hablar -o por lo menos es lo que ellos creen- con autoridad sobre el tema. Vale la pena remarcarlo: la experiencia personal no es un argumento.
“Anticampo”, “zurdaje”, “vagos”, se replicó en cientos de comentarios a la publicación original de INTA. Muchos incluso afirmaron sentir vergüenza ajena por la posición tomada por el organismo estatal. Lo cierto es que esta reacción exacerbada (nacida a partir de un dato a mundial, no nacional, cabe destacar) da cuenta de las sensibilidades que despierta el tema.
“Es mejor que estén en el campo a que estén en la calle”, es otro argumento repetido. Si bien es cierto que en Argentina la incidencia en zonas urbanas es mayor que en las zonas rurales, a nivel mundial los datos son abrumadoramente distintos: el trabajo infantil en el sector agropecuario -ese que no permite estudiar, ni jugar- es casi tres veces superior al de las ciudades: 122 a 37 millones.
Entonces, ¿qué otras subjetividades, orgullos o prejuicios están en juego cuando se pone este asunto sobre la mesa? ¿Por qué no tratarlos seriamente? ¿A quién le sirve la grieta en absolutamente todas las discusiones del agro argentino?
“El sistema de explotación tiene varios componentes y este es uno de ellos: la negación del otro. Mandá al hijo de un ingeniero agrónomo al yerbal a trabajar como trabajan los tareferos, a ver si lo hace. No lo va a hacer, porque él conoce sus derechos, porque se pudo preparar. Entonces creo que tenemos que nivelar para arriba, que esos trabajadores puedan ganar bien, que sus hijos no necesiten acompañarlos, que el sistema les dé dignidad. Hoy estos trabajos les garantizan la pobreza, ¿cómo un trabajo va a garantizarte la pobreza?”, se pregunta Patricia Ocampo, de la campaña Me gusta el Mate sin Trabajo Infantil.
Y mientras tanto, el mundo gira: según la ONU, el impacto de la pandemia podría incrementar el trabajo infantil -en todos sus ámbitos- de 160 a 168,9 millones de niños y niñas hacia finales de 2022.
En el momento en que se escriben las últimas líneas de esta nota, un niño argentino -que poco entiende sobre tecnicismos respecto de qué es o no es trabajo infantil- madruga para levantar una cosecha cualquiera junto a su padre o madre. Por cansancio, por falta de dinero, por ausencia de contención estatal, hoy no irá a la escuela. Otra vez.
Quizás sea momento de dejar las chicanas de lado y asumir la responsabilidad histórica que nos toca.
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